Una sirena de ambulancia a lo lejos interrumpe mi sueño y me despierta de madrugada. El reloj marca las 03.24 am y un ataque de ansiedad me invade. Es inevitable levantarme y servirme un trago, lo más a mano que tengo es una copa de vino tinto de una botella que abrí al almuerzo. Mañana es el primer día en el bar, luego de casi un año cerrado por la pandemia. Estoy feliz y nervioso a la vez. Estamos citados a las 09.00 de la mañana, ya que hay una inducción para esta nueva etapa de convivencia entre el bar y el Coronavirus.
Ya son las 04.00 am y aprovechando el cambio de hora llamo a mi hija Celine que vive en Niza, Francia, junto a su mamá Annette. Tiene 19 años y estudia Gastronomía, allá son las diez de la mañana y está en casa por entrar a una clase online, promete llamarme más tarde. No la veo hace dos años, la última vez que vino a Chile. Espero poder pagarle un pasaje para el próximo verano. Vuelvo a la cama para intentar seguir durmiendo hasta las 07.00 am y ahí levantarme para iniciar una jornada laboral que extrañé todo este tiempo sin trabajar.
Mientras daba vueltas en la cama tratando de conciliar el sueño, recordé la vez que conocí a Annette en un bar de Lima (Perú), en Barranco, hace 21 años atrás. Fue amor a primera vista. Ella hablaba español, porque había estudiado Literatura en España. Así que no fue una barrera el idioma a la hora de atenderla en la barra. Su rostro angelical denotaba su sangre europea. Le pregunté que iba a querer tomar. Y me respondió si conocía el trago favorito del escritor Ernest Hemingway.
No demoré en contestarle si su Mojito lo iba a querer con hierbabuena o con menta y ella sonrió. Sin conocer Cuba y menos el mítico bar «La Bodeguita del Medio» de La Habana, sí había leído las novelas «El viejo y el mar» y «Por quien doblan las campanas» del escritor norteamericano y sabía lo suficiente para conocer que se había hecho fanático del mojito en Cuba. Fue el inicio de una larga noche y de cuatro hermosos años de relación, que dejó una hija y una buena relación hasta el día de hoy.
Pero volvamos al trago, el mítico Mojito de Hemingway. Siguiendo la tradición, este clásico bebestible se tiene que servir en un vaso largo. Primero se echa el zumo de limón (unos 30 ml), luego las dos cucharadas de azúcar y las 4 hojas de menta o hierbabuena. Se machaca un poco sin romper las hojas y se deja macerar un rato. Luego se echa Ron blanco (unos 60 ml), ojalá cubano, ideal un Havana Club, hielo picado hasta arriba del vaso y luego agua mineral hasta completar el vaso. Para finalizar, una hoja de menta o hierbabuena para decorar en la parte superior del vaso.
Al rato veo llegar a una mujer trigueña hermosa, que por su acento delata ser venezolana. Enseguida llega Marcelo, el dueño del bar. Quien luego de una bienvenida de algunos minutos nos arenga a darle con todo en esta nueva etapa del bar, que vuelve a abrir luego de casi un año, claro que con las restricciones propias de la pandemia. Luego uno de los supervisores inicia la inducción de los protocolos COVID-19 a la hora de atender en nuestro restobar. Hay que apurarse, ya que hay que ordenar porque el local abre a las 12.30, a la hora de almuerzo.
Comienza la apertura y me instalo en la barra para tener todo listo para el primer pedido. De repente veo a la chica que me había llamado la atención, se dirige a preguntarme cuáles son los tragos que más salen y que vinos puede ofrecer. Se llama Lina y es de Maracaibo, Venezuela. Tiene 32 años, soltera sin hijos y vive con sus papás que se los trajo de Venezuela hace poco.
Su primer pedido es un mojito que sale rápido y ella me sonríe con las bromas que le hago. La jornada pasa volando, preparando pisco sour, daiquiris, whisky y otros cócteles por doquier. Llega el cierre de las 21.00 horas y tenemos una hora para llegar a nuestras casas por el toque de queda. Le pregunto para donde va y le digo que voy para el sector de Bellas Artes. Sonríe y me dice que ella también va para allá, caminamos juntos.
Nos detenemos sorprendidos en el mismo edificio, le pregunto si vive acá y me dice que en el edificio de al frente, yo le digo que vivo en este edificio, en el 601. La invito a tomar algo, me dice que va un rato donde sus papas y vuelve a cobrar mi invitación. Subo a mi departamento, entro directo a la cocina y reviso el refrigerador. Hay un espumante y un blanco heladito.
A los minutos suena el citófono, era Lina. Sube y la espero con una copa de chardonnay heladita. Mientras prendo la radio, de fondo suena un CD de Joaquín Sabina con «Y nos dieron las diez y las once…». Fue una velada inolvidable, como si nos conociéramos de toda la vida. La alegría de volver a trabajar en el bar y de haber conocido a mi nueva compañera de trabajo y ahora vecina. Y tal como lo dice Sabina en su canción, «Y nos dieron las diez y las once, las doce y la una, y las dos, y las tres, y desnudos al amanecer nos encontró la luna».
Textos: Oliverio
Edición General: Javier Valenzuela