Un vaso vacío, una coctelera, hielo y botellas de diversos licores se esparcen en la barra de mi bar hogareño, nada ajeno ni extraño al día a día habitual de los últimos 20 años de mi vida, siendo barman por distintos bares del mundo. Claro que hoy el bar laboral de turno está cerrado, tal como hace más de un año por culpa de la pandemia, también llamada Coronavirus, COVID-19 o bicho de mierda.
Mi nombre es Oliverio, mi carnet dice que soy chileno y cuarentón, aunque he pasado casi la mitad de mi vida viviendo y trabajando de barman por distintos lugares del mundo. Sólo sé hacer magia con mis manos preparando e inventando tragos, cócteles y elixires de amor. Separado hace años, tengo dos hijos, uno en Brasil y otro en Francia. Otro día les contaré más de esa parte de mi historia. Hoy vivo solo en Santiago, en un pequeño loft cercano al Bellas Artes, en pleno centro.
Aprendí el oficio de barman mirando, observando y anotando en una vieja libreta cuando iba en primer año de periodismo en la universidad. Mi mentor se llamaba Hans, era el barman de un secreto y desconocido bar en el tradicional barrio de Ñuñoa, a metros de la plaza del mismo nombre, del cual me hice asiduo y habitué por esa época. No tenía nombre ni tampoco un letrero afuera, sólo una pequeña luz en la puerta de entrada.
Debo reconocer que no recuerdo como llegué, ya que estaba un poco embriagado. Me senté en una larga barra que tenían, donde quedaba un lugar, ya que estaba bastante lleno el local a esas horas de la madrugada. Se me acerca un joven de mi edad o un par de años más y me dice «Hola compadre ¿Qué vas a querer?» y en un atisbo de lucidez en medio de mi borrachera le dije «Algo fuerte, pero medio dulce».
Esa noche conocí al trago de mi vida y que me acompaña esta noche solitaria de pandemia. Y lo olvidaba, esa madrugada también conocí a Rita, la mujer que años después sería la madre de mi primer hijo. Volviendo al trago, le dicen The Godfather o El Padrino. Cuenta la historia que debe su origen al gran actor Marlon Brando, ya que en las grabaciones de la película «El Padrino» pedía que se lo prepararan siempre que salía en escena como Vito Corleone, con un trago en mano. Es una mezcla de whisky escocés con amaretto (licor italiano de almendra).
Al rato se sienta en la barra una mujer morena hermosa, que por su acento y color de piel deduzco que es de Brasil, era Rita y estaba de vacaciones, donde unos familiares chilenos que vivían a un par de cuadras del bar. Estudiaba cine en Sao Paulo y al ver mi trago me pregunta qué es. Al escuchar la respuesta, me dice que era lo que tomaba Vito Corleone en El Padrino. Con esa respuesta me terminé de enamorar de ella en esa primera noche que la conocía.
El reloj marca las 02.34 am y esos recuerdos de hace más de 20 años atrás, me hacen preparar un The Godfather, prendo la radio del living y de fondo suena un clásico de fines de los años 90, el mexicano Cristian Castro con su éxito «Lloran las rosas».
Me recuesto en el sofá y me tiro hacia atrás, respirando profundo y hondo, pensando en cuánto dinero me queda para estirar el chicle, mientras vuelvan a abrir el bar santiaguino donde trabajo hace tres años y si es que me queda algo en la AFP, por los pocos años que he cotizado en Chile por mis años en el extranjero.
Pensando en esa estrechez económica producto de la pandemia, me pongo a tararear la canción y decido cambiarle la letra al coro, cantando «lloran las copas»… Algo más ad hoc a mi actual situación laboral. Levanto mi vaso y digo ¡Salud!
Textos: Oliverio
Edición General: Javier Valenzuela